Excelsior On Line
Han pasado dos décadas desde que una mujer de pelo corto, originaria de Alemania Oriental, virtualmente desconocida en el escenario mundial, condujo las sesiones de la primera Conferencia de las Partes (COP) de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.
Se llamaba Angela Merkel y era la recientemente nombrada ministra de Medio Ambiente del gobierno alemán, encabezado por el canciller Helmut Kohl.
La COP 1, como se daría en llamar esa reunión, se celebró en Berlín durante la primavera de 1995.
Su mandato derivaba de la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, que se llevó a cabo tres años antes y debía aprobar sus resoluciones por consenso, cosa que consiguió Merkel, científica por formación.
Aquella primera COP en la capital de la Alemania reunificada acordó que para 1997 —cuando los delegados se reunieran en Kyoto, Japón— se acordaran reducciones obligatorias en gases de efecto invernadero por parte de las naciones desarrolladas.
Mucha agua ha corrido desde entonces bajo el puente de la discusión sobre el calentamiento global.
El mundo da la impresión de haber caído en el ritual de celebrar cada año en una COP. La que comienza hoy en París es la número 21.
Pasan los años y, aunque me expongo a que los diplomáticos me corrijan, muy poco ha cambiado en la voluntad de las naciones para enfrentar un fenómeno de manufactura humana que está acabando rápidamente con la viabilidad del planeta.
Cada año recibimos información, de más en más alarmante, sobre la elevación de la temperatura promedio en la Tierra —lo cual se agrega a la aparición de episodios de inundación y sequía nunca vistos—, pero nuestros hábitos como especie no cambian.
Probablemente sea una observación empírica sin importancia —o quizá no—, pero no recuerdo un mes de noviembre antes de éste, en 11 años de ocupar la casa donde vivo, en el que no hubiera tenido que encender la calefacción al menos algunas noches.
Quisiera pensar que la irrupción en el escenario de una figura con innegable peso internacional, el papa Francisco, hará que las ruedas de los acuerdos sustanciales comiencen a girar.
Sin embargo, pienso que mientras la gente común —y no sólo los científicos y los políticos— no haga suyo el tema, nada cambiará verdaderamente.
En ese sentido, el problema del cambio climático es que es difícil de percibir.
Los mexicanos —quizá a diferencia de algunos isleños en el Pacífico, que pronto tendrán que cambiar de residencia por la subida en el nivel del mar— tendemos a pensar que el cambio climático es algo que afectará a futuras generaciones, muy al estilo de lo que sucede con los sistemas de pensiones.
Como humanos, ya no sólo como mexicanos, nos afecta que las emociones predominan sobre la razón.
Por eso, aunque la información sobre lo que está pasando en el planeta está ahí para que cualquiera la conozca, nadie hace caso.
Personalmente me he hartado de reproducir esos datos porque parecen sólo producir desinterés e incluso hastío.
De acuerdo con algunos sociólogos —como Kari Norgaard, de la Universidad de Oregon—, las advertencias sólo logran respuestas constructivas y actitudes persistentes cuando quienes las atienden sienten que el riesgo los atañe en lo personal, en el sentido de volverlos vulnerables.
La gente también participa en la resolución de un problema cuando se le informa qué puede hacer al respecto y, sobre todo, cuando siente que su respuesta contará en el resultado final.
La mayoría de nosotros evita ponerse en una posición que le acarreará pérdidas (de dinero o de tiempo, por ejemplo) o implica un sacrificio (como dejar de utilizar el automóvil).
Para involucrar a la gente en un tema que genera incertidumbre, como es el cambio climático, se necesita liderazgo que no sólo comunique las verdades sobre el calentamiento global sino haga que todos se asuman como parte del problema y su solución, apelando a la aceptabilidad social de formar parte de un grupo.
El grupo que se tiene que formar —y sé que no exagero— es el que salve a esta especie de su extinción.
Fuente: El Excélsior