La Jornada, Opinión, pág. 28, Jorge Eduardo Navarrete / I.
Al menos en sus primeros días, a partir del lunes 30 de noviembre, y sobre todo con la avalancha de discursos presidenciales que le dio inicio, la COP21 –la 21 Conferencia de las Partes de la Convención de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático– se mostró como una acumulación, más caótica que coherente, de pronunciamientos, declaraciones, entrevistas, diálogos, intercambios y, también, confrontaciones. Fue imposible olvidar el ominoso telón de fondo, tendido dos semanas antes por los atentados terroristas que sacudieron la ciudad sede, París, cuya presencia se mantuvo constante mediante el angustioso despliegue de seguridad, que inhibió legítimas expresiones colectivas de opinión. Sin embargo, la diversidad de escenarios, muchos de ellos establecidos en otras ciudades; la pluralidad de protagonistas y actores, que rebasó con amplitud a los representantes gubernamentales y a los expertos y funcionarios internacionales, y la riqueza, variedad e imaginación de gran número de propuestas e iniciativas fueron, poco a poco, integrando el perfil de los resultados previsibles, al cabo de dos semanas de negociaciones. Quedó claro desde el inicio que, cualesquiera que éstos sean, tendrán un carácter provisional y tentativo, constituyendo más una base para construir hacia el futuro que una meta alcanzada ya. De igual manera, parece haberse coincidido en que el elemento más valioso a extraer de la COP21 –expresado en algún tipo de instrumento vinculatorio– sería el derrotero común aunque diferenciado al que deberían comprometerse todos los gobiernos y sociedades. Sólo así podría aumentar la certidumbre de que, a fin de siglo, el calentamiento global no haya rebasado en demasía el objetivo de los dos grados centígrados.
De la acumulación de cerca de centena y media de discursos de jefes de Estado o de gobierno, no todos ajustados al tiempo establecido, parece reconocible un solo común denominador: cada uno exaltó su esfuerzo nacional, expresado con indicadores y estadísticas propios, de suerte que se dificulta todo análisis comparativo coherente. Barack Obama, por ejemplo, dedicó varios minutos a subrayar los avances de Estados Unidos en energías renovables (multiplicar por tres la generación eólica y por 20 la solar) y en descarbonización, sin situar las cifras en un contexto analítico que les diera sentido. Xi, en nombre del otro mayor emisor, habló tanto de acciones audaces como de expectativas, sin cuantificar las primeras ni precisar las segundas (alcanzar en 2030 que un quinto del consumo de energía provenga de fuentes no fósiles y llegar ese año a una cima de emisiones). Si los países del mundo hubieran realmente hecho todo lo que enumeraron sus líderes en París, no se habría alcanzado ya casi la mitad (cerca de 0.85 grados centígrados) del límite de calentamiento que se desea no rebasar en 85 años.
También fue amplio el reconocimiento de lo mucho que falta por hacer, a lo que aludieron, con diferencias de estilo y énfasis, todos los oradores. Fue común partir –como lo hicieron Obama y Peña Nieto– de un punto controvertible: la afirmación de que se dispone ya de las técnicas y se han identificado las acciones de política necesarias para desvincular el mayor dinamismo del crecimiento económico de cotas crecientes de contaminación, emisiones y calentamiento. Además, no siempre se reconocieron de manera abierta los intereses económicos privados y las presiones políticas que estorban y a menudo impiden aplicar esas tecnologías y echar a andar dichas políticas.
Del cúmulo de encuentros bilaterales, quizá el que atrajo más atención fue el de los representantes de la mayor economía del mundo y del mayor emisor de gases de efecto invernadero (GEI), aunque sus protagonistas no parecían seguros de quién era quien. Xinhua dedicó un amplio despacho al diálogo, en el que destaca tanto dichos de Obama, en el sentido de que el combate del cambio climático es el área por excelencia para la cooperación entrambos, como expresiones de Xi Jinping que, por ejemplo, confirman el compromiso chino de financiar los esfuerzos nacionales de diversificación de energía, fuente creciente de ingresos por exportación para el país. En suma, una asociación productiva para ambos. (La otra gran conversación bilateral –la de Putin y Obama– no parece haberse detenido demasiado en temas ambientales.)
Una cuestión que pareció insuficientemente discutida en esos primeros días fue la de la asistencia técnica y financiera a los países pobres para auxiliarlos a cumplir sus compromisos voluntarios nacionales y, en muchos casos, a definirlos mejor. Este será un elemento crucial: sin una cooperación internacional suficiente, gran número de esos países no podrán, más allá de definir los objetivos adecuados, diseñar las políticas que conduzcan a su instrumentación. Se trata de un segundo desafío multilateral, asociado muy de cerca al de las metas de desarrollo sustentable a 2030.
Desde los primeros días de la COP21 surgieron los elementos de disenso e incluso de confrontación que marcarán las dos semanas de debates. Quizá uno de particular importancia entre ellos sea lo que un comentarista caracterizó como “el rechazo de los negociadores a la noción, que se considera inmanejable, de un carbon budget”. De acuerdo con Justin Gilis, de The New York Times (28/11/15), hay un amplio rechazo a la idea, adelantada por diversos especialistas, de establecer un presupuesto de carbono que marcaría los límites hasta los que puede llegar la quema de combustibles fósiles sin consecuencias ambientales catastróficas. El presupuesto de carbono sería, en principio, un instrumento objetivo para limitar el uso de energía fósil adicional (desde carbón hasta gas natural) en función de su aporte al monto de GEI acumulado en la atmósfera. Determinaría, por tanto, los volúmenes de combustibles fósiles que aún pueden quemarse sin comprometer irremediablemente el objetivo de contención del calentamiento global. Un presupuesto de carbono bien aplicado, junto con un precio adecuado del carbono, estimularía el uso de energías que no emiten GEI, en especial las renovables. Del debate sobre el carbon budget se desprende la clara conclusión de que los que realmente se oponen son los intereses de la industria de energía y sus corifeos políticos, más que los negociadores de París.
Un segundo, pero aún mayor elemento de disenso, quizá se origine en los montos, términos y condiciones del financiamiento multilateral para la batalla contra el cambio climático. En los primeros días de la COP21 todos quisieron parecer generosos. La bolsa se condicionará y se cerrará más adelante. Puede convertirse en uno de los determinantes del naufragio, como ya lo advirtió Narendra Modi, de India.
Tras los primeros días, nada garantiza una travesía tranquila y feliz. Todos requerimos, sin embargo, que esta nave en particular –que encierra a las demás– llegue a buen puerto.
Fuente: La Jornada